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domingo, 4 de enero de 2009

Crónica de un Exterminio

Viendo lo que está pasando en la franja de Gaza me puse a recordar con escalofrío el destino trágico del pueblo de mis abuelos, el lugar donde nació mi padre. Quien me conoce, tal vez ya ha escuchado la historia alguna vez. Sin embargo, creo que es pertinente ponerla aquí para los que nunca la han escuchado. A mí siempre me hace reflexionar.




Primero que nada, debo hablarles un poco de mi abuelo. Era un arriero relativamente próspero que trabajaba en los límites de los Estados de Jalisco y Michoacán, al sur del Lago de Chapala. Nació en la década de 1880 y falleció a principios de la década de 1940, cuando mi padre apenas era un niño de brazos, por lo que nunca lo conocí. Es más, nunca podré conocer siquiera su tumba. Sólo se sabe que fue enterrado en el panteón de San Juan, así que hoy en día sobre su tumba se levanta el Volcán Paricutín. Pero esa es otra historia.

El caso es que cuando mi abuelo falleció, probablemente se fue con la conciencia tranquila porque no dejaría desamparada a mi abuela. Le dejaba una suma nada despreciable de dinero que fue ahorrando durante su vida, así como una pequeña casa en su pueblo natal, sus animales y sus carretas por lo que tenían una posibilidad de salir adelante. Desafortunadamente, no consideró que su hermano, el Tío Panchito, iba a arrebatarle a mi abuela todos sus bienes, dejándola en la calle con un niño de brazos y tres hijos ya más grandecitos. Tras muchas peripecias mi abuela llegó a la Ciudad de México, pero tuvo que dejar en el camino a su hijo mayor en un seminario y tuvo que arreglárselas para salir adelante sin saber leer ni escribir, contando sólo con sus manos y la ayuda de sus hijas.

Paradójicamente, la desmedida ambición del Tío Panchito fue lo mejor que pudo haberle pasado a mi abuela. Si no se hubiera visto obligada a salir del pueblo, probablemente yo jamás hubiera nacido. De por sí, las posibilidades de que mi padre hubiera alcanzado la edad adulta en ese lugar eran escasas. Pero con lo que pasó después, tengo la certeza de que lo habrían matado antes de que le terminaran de salir los dientes. ¿Qué ocurrió en ese pueblo?

En el pueblo habían nada más dos familias: los Rodenberger y los Mc Coy. Por supuesto que no son sus apellidos, pero para esta historia es necesario cambiarlos: todavía hoy, medio siglo después, tengo miedo de acercarme a ese lugar y mucho menos mencionar mi apellido en esa zona. Ahorita van a ver por qué.

La casa más grande del pueblo era la del tío Panchito. Digamos que era el cacique de la zona, así que dentro de su pequeño universo él era la autoridad. Nadie se atrevía a desafiarlo directamente si quería evitar morir repentinamente por envenenamiento de plomo. Pero se había hecho de muchos enemigos, así que siempre guardaba una pistola debajo de su almohada. Por si acaso.

Los hombres de ambas familias trabajaban en el campo. Durante el día, sólo se quedaban en el pueblo los niños y las mujeres. Y sabemos que los niños son traviesos: se suben a los árboles, se esconden en los armarios, brincan en las camas, y si no se tiene cuidado al guardar las cosas, tarde o temprano pueden encontrar algo peligroso. Como por ejemplo, una pistola bajo una almohada.

Efectivamente, el hijo menor del Tío Panchito encontró la pistola de su papá bajo la almohada. Naturalmente, la sacó a escondidas y se puso a jugar a los vaqueros con otros niños del pueblo. Con tan mala fortuna, que el pequeño acabó recibiendo un balazo en la frente con su propia pistola. Corrió la voz, y se supo que el que había empuñado la pistola era un hijo de los Mc Coy. Así que el Tío Panchito fue a reclamarle al papá, y cuando se hicieron de palabras se molestó tanto que acabó vaciándole la pistola encima al pobre niño que había matado a su hijo, así como al padre que intentaba defenderlo. Siguió una cadena de muertes donde las familias se emboscaban entre sí, y se iban matando salvajemente uno a uno. Niños, jóvenes, viejos y ancianos. No respetaban edades. Se dice que hasta bebés mataban. Ojo por ojo, diente por diente.

Hasta que el pueblo quedó sin varones. Todos fueron asesinados o huyeron para nunca regresar. Las mujeres eventualmente se fueron también, y en aquel pueblo fantasma sólo quedó el Tío Panchito, viejo, triste y solitario. No aguantó mucho la soledad. Se acabó pegando un tiro en la mesa de la cocina. Lo encontraron semanas después, en un avanzado estado de descomposición. Para cuando lo enterraron, ya habían saqueado e incendiado su casa. Y aquel pueblo desapareció por completo: hoy en ese lugar sólo quedan algunos vestigios de la casa del Tío Panchito.



Guardando las debidas proporciones, el conflicto en Medio Oriente me recuerda mucho a la historia de aquel pueblo. Así se las gastan: ojo por ojo, diente por diente. Tú me mataste uno, yo te mato diez. Me matas diez, te mato cien. Cuánto odio sin sentido. Cuánta muerte tan completamente inútil. Ésto es lo que está pasando en este momento en Gaza:


¿Llegará algún día la paz a ese rinconcito del mundo? Seguramente. Si los dejan, se van a seguir matando entre ellos, hasta que no quede a quién matar y sólo sobreviva un Tío Mahmoud o un Tío Ariel sentado en la mesa de una cocina, tratando de entender qué fue lo que salió mal segundos antes de volarse la cabeza de un tiro.

A menos que alguien logre detener esta tragedia. A falta de una figura extraordinaria que la termine pacíficamente, como Nelson Mandela con el Apartheid o Gandhi con el Colonialismo Inglés, con la ONU me conformo. Hay que exigirle a la ONU que ponga el freno a esta masacre. Paren esa vergüenza. No a la Guerra.

1 comentario:

Faro Viejo dijo...

Excelente relato.

POr post como este es que me gusta visitar tu blog :-)

Te deseo un excelente año 2009

Faro Viejo