Leí esta pregunta referida a Second Life en el blog de Sasha Halderman y me dejó pensando. En el transcurso de los años he participado en muchas comunidades en línea, desde la casi prehistórica red universitaria de Bitnet, pasando por foros de discusión, listas de correo, e iniciativas como HispaPUG (Grupos de Usuarios de Palm en español) o PDA México - Poder PDA. También llevo al menos 10 años publicando mi página personal / web log (blog) y publicando también en cada una de las etapas todos los comentarios que me hacen por más hostiles que estos sean. Y aunque he tenido muy buenas experiencias, también he visto un montón de cosas que no me han gustado y que parecen repetirse una y otra vez en las comunidades en línea mexicanas.
Parece mentira que a estas alturas del siglo XXI los mexicanos no podamos ponernos de acuerdo ni siquiera para cosas tan aparentemente sencillas y banales como son las "comunidades virtuales". Creo que seguimos arrastrando cadenas ancestrales que no nos dejan seguir adelante en ningún aspecto. Si no, ¿cómo explicar que un país que tiene aparentemente todo sigue siendo un país donde nadie tiene nada?
A sabiendas de que mi opinión va a molestar a varios, trataré de explicarme.
México desde su fundación fue un país sumamente conflictivo donde las diferencias se arreglaban a balazos o machetazos. De hecho, todavía hay rincones de México donde la cruda realidad sigue siendo todavía así. Costó muchas generaciones y ríos de sangre llegar a tener el país que hoy tenemos, pero desafortunadamente México es si acaso un conglomerado de sociedades basada en la simulación: no existe una única sociedad Mexicana. Vaya, ni siquiera nuestra historia es real, aunque le duela a la bola de oportunistas que se cuelgan de las imágenes de nuestros ídolos de barro para sus propios intereses: ni los Mexicas salieron de Aztlán, ni eran un pueblo tan bueno, ni la época colonial fue tan terrible como la pintan, ni Hidalgo es el padre de nuestra patria, ni existió el Pípila, ni el sitio de Cuautla se estudia en las academias militares del mundo, ni la guerra con Estados Unidos fue una gesta heróica, ni los Niños Héroes eran niños ni héroes, ni le ganamos a los franceses en la Batalla de Puebla, ni Benito Juárez era un semidios, ni Maximiliano era un traidor, ni Porfirio Díaz era un ser tan despreciable, ni Madero era un paladín de la democracia, ni Zapata era un campesino ignorante (tampoco un ser iluminado), ni Villa era un animal, ni Carranza era un estadista, ni Calles era tan maquiavélico, ni Cárdenas era comunista, ni estuvimos tan bien con Miguel Alemán o Ruiz Cortines, ni Diaz Ordaz era un monstruo sediento de sangre, ni los líderes del movimiento del 68 eran peritas en dulce, ni todo México fue tan solidario tras el terremoto del 85, ni Carlos Salinas tiene la culpa de todos nuestros males, ni el país que tenemos es foxilandia. Lo único que a mi forma de ver es cierto es el hecho de que Antonio López de Santa Anna y Luis Echeverría Álvarez son los peores hijos de puta que hemos tenido la desgracia de padecer.
Pero los cuentos de hadas que le enseñan a los niños en la escuela tienen su razón de ser: buscan desde al menos la época de Maximiliano crear una identidad mexicana unificada en un país que en el fondo nunca la ha tenido. Claro que cada 16 de septiembre, o cada que algún deportista individual o una selección nacional logra destacar en algún evento nos sale lo patriotas y gritamos Viva México. Pero ¿cuál es la realidad detrás de la máscara?
La verdad es que aunque nuestra constitución política diga otra cosa somos un país mucho más parecido a la ex-yugoslavia que a Estados Unidos o Francia. Somos un país lleno de sectas que nos hacen diferentes de acuerdo a nuestra ideología, apariencia o denominación de origen. Desde antes de la conquista traemos el pleito entre los "ojetes del centro" (los chilangos) contra los "salvajes de provincia" (todos los demás). La conquista nos dejó la xenofobia, el malinchismo y el trauma de la aniquilación de dos millones y medio de indígenas. Desde la colonia venimos arrastrando las etiquetas de las castas (indio, mulato, mestizo, criollo) y también los caciquazgos. El siglo XIX nos heredó el pique entre liberales y conservadores, entre ricos y pobres, entre la "gente bien" y los "nacos", y entre la Iglesia y el Estado. Y los regionalismos: Se rebasó el odio hacia los del centro. También se odian entre sí los "jalisquillos" y los "regios" y los "potosinos" y los "culiches" y los "oaxacos" y los "mayitas" y los demás etcéteras que usted guste y mande. El siglo XX nos heredó los pleitos entre "izquierda" y "derecha", entre corporativismo y neoliberalismo, entre autoritarismo y democracia, los traumas de dos de las guerras civiles más salvajes del siglo (la Revolución Mexicana y la Guerra Cristera), de 70 años de una Dictadura hereditaria, represiva y autoritaria bautizada eufemísticamente como de "justicia revolucionaria", y el cáncer del crimen organizado.
Con todo esto, no es de extrañar que los mexicanos estemos tan enfrentados que no podamos ponernos de acuerdo. Casi no tenemos cosas en común. Los intercambios de ideas rara vez son tales: en la mayoría de los casos son intercambios de monólogos donde cada uno intenta demostrar que el otro es un estúpido y que la única verdad que vale es la propia. Nadie más chingón que yo. Yo nunca me equivoco. Si este país está en el hoyo no es por mi culpa sino por culpa de los pinches (coloque aquí el nombre de sus villanos favoritos).
Esta característica de los mexicanos nunca fue tan relevante como ahora, porque ahora vivimos en una democracia. Antes era sencillo ponerse de acuerdo: el más fuerte simplemente le partía la madre a los más débiles y todos acababan haciendo lo que decía el bravucón del pueblo, aunque de mala gana. Hoy no es tan fácil: hay que ponerse de acuerdo. Hay que escuchar, negociar y estar dispuesto a ceder.
Si no podemos ponernos de acuerdo ni siquiera en cosas tan aparentemente lúdicas y sencillas como las comunidades virtuales, ¿qué esperanza tenemos de hacerlo en las cosas que realmente valen la pena o que pueden afectar nuestra vida, como por ejemplo una iniciativa de ley? la respuesta es: ninguna. Lo malo es que si seguimos por ese camino, vamos a seguir odiándonos cada vez más hasta acabar enfrascándonos en una nueva guerra civil, mucho más violenta que cualquiera de las que hemos conocido a lo largo de tantos siglos de historia. Más vidas tiradas al basurero nomás por puro odio e intolerancia.
Volviendo al caso de las sociedades virtuales, aquí aparentemente se tiene la ventaja de que si no estoy de acuerdo, simplemente me desconecto. O si tengo el control sobre el botón mando desconectar al que no está de acuerdo con mi verdad. Pero sigo sin escuchar, sigo sin ceder, sigo sin saber negociar. Es el cuento de nunca acabar.
Con el transcurso de los años he conocido en Internet a personas extremadamente inteligentes, con ideas extremadamente interesantes. Invariablemente pasa lo mismo: las comunidades se acaban desintegrando cuando esas personas en principio tan inteligentes comienzan a discutir entre ellas de una manera pueril y hasta risible, todo por el afán de querer demostrar quién es el mejor. Tarde o temprano uno se acaba yendo, y lo que queda de la comunidad se pierde en discusiones y señalamientos de culpabilidad.
Lo que pasa en esas comunidades es un termómetro preocupante de lo que está pasando diariamente en este país, a todos los niveles y en todos los espacios. Simplemente, es un reflejo de la realidad, aunque tal vez distorsionado y magnificado por el hecho de poder disfrutar de un relativo anonimato. Lo triste es que, o aprendemos a escuchar, o nos va a cargar el payaso a todos. Vamos poniéndonos de acuerdo.
Pero los cuentos de hadas que le enseñan a los niños en la escuela tienen su razón de ser: buscan desde al menos la época de Maximiliano crear una identidad mexicana unificada en un país que en el fondo nunca la ha tenido. Claro que cada 16 de septiembre, o cada que algún deportista individual o una selección nacional logra destacar en algún evento nos sale lo patriotas y gritamos Viva México. Pero ¿cuál es la realidad detrás de la máscara?
La verdad es que aunque nuestra constitución política diga otra cosa somos un país mucho más parecido a la ex-yugoslavia que a Estados Unidos o Francia. Somos un país lleno de sectas que nos hacen diferentes de acuerdo a nuestra ideología, apariencia o denominación de origen. Desde antes de la conquista traemos el pleito entre los "ojetes del centro" (los chilangos) contra los "salvajes de provincia" (todos los demás). La conquista nos dejó la xenofobia, el malinchismo y el trauma de la aniquilación de dos millones y medio de indígenas. Desde la colonia venimos arrastrando las etiquetas de las castas (indio, mulato, mestizo, criollo) y también los caciquazgos. El siglo XIX nos heredó el pique entre liberales y conservadores, entre ricos y pobres, entre la "gente bien" y los "nacos", y entre la Iglesia y el Estado. Y los regionalismos: Se rebasó el odio hacia los del centro. También se odian entre sí los "jalisquillos" y los "regios" y los "potosinos" y los "culiches" y los "oaxacos" y los "mayitas" y los demás etcéteras que usted guste y mande. El siglo XX nos heredó los pleitos entre "izquierda" y "derecha", entre corporativismo y neoliberalismo, entre autoritarismo y democracia, los traumas de dos de las guerras civiles más salvajes del siglo (la Revolución Mexicana y la Guerra Cristera), de 70 años de una Dictadura hereditaria, represiva y autoritaria bautizada eufemísticamente como de "justicia revolucionaria", y el cáncer del crimen organizado.
Con todo esto, no es de extrañar que los mexicanos estemos tan enfrentados que no podamos ponernos de acuerdo. Casi no tenemos cosas en común. Los intercambios de ideas rara vez son tales: en la mayoría de los casos son intercambios de monólogos donde cada uno intenta demostrar que el otro es un estúpido y que la única verdad que vale es la propia. Nadie más chingón que yo. Yo nunca me equivoco. Si este país está en el hoyo no es por mi culpa sino por culpa de los pinches (coloque aquí el nombre de sus villanos favoritos).
Esta característica de los mexicanos nunca fue tan relevante como ahora, porque ahora vivimos en una democracia. Antes era sencillo ponerse de acuerdo: el más fuerte simplemente le partía la madre a los más débiles y todos acababan haciendo lo que decía el bravucón del pueblo, aunque de mala gana. Hoy no es tan fácil: hay que ponerse de acuerdo. Hay que escuchar, negociar y estar dispuesto a ceder.
Si no podemos ponernos de acuerdo ni siquiera en cosas tan aparentemente lúdicas y sencillas como las comunidades virtuales, ¿qué esperanza tenemos de hacerlo en las cosas que realmente valen la pena o que pueden afectar nuestra vida, como por ejemplo una iniciativa de ley? la respuesta es: ninguna. Lo malo es que si seguimos por ese camino, vamos a seguir odiándonos cada vez más hasta acabar enfrascándonos en una nueva guerra civil, mucho más violenta que cualquiera de las que hemos conocido a lo largo de tantos siglos de historia. Más vidas tiradas al basurero nomás por puro odio e intolerancia.
Volviendo al caso de las sociedades virtuales, aquí aparentemente se tiene la ventaja de que si no estoy de acuerdo, simplemente me desconecto. O si tengo el control sobre el botón mando desconectar al que no está de acuerdo con mi verdad. Pero sigo sin escuchar, sigo sin ceder, sigo sin saber negociar. Es el cuento de nunca acabar.
Con el transcurso de los años he conocido en Internet a personas extremadamente inteligentes, con ideas extremadamente interesantes. Invariablemente pasa lo mismo: las comunidades se acaban desintegrando cuando esas personas en principio tan inteligentes comienzan a discutir entre ellas de una manera pueril y hasta risible, todo por el afán de querer demostrar quién es el mejor. Tarde o temprano uno se acaba yendo, y lo que queda de la comunidad se pierde en discusiones y señalamientos de culpabilidad.
Lo que pasa en esas comunidades es un termómetro preocupante de lo que está pasando diariamente en este país, a todos los niveles y en todos los espacios. Simplemente, es un reflejo de la realidad, aunque tal vez distorsionado y magnificado por el hecho de poder disfrutar de un relativo anonimato. Lo triste es que, o aprendemos a escuchar, o nos va a cargar el payaso a todos. Vamos poniéndonos de acuerdo.
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